Entrevista a Ernest Hemingway
ERNEST HEMINGWAY
Entrevistado por Milt Machlin
(Argosy, septiembre de 1958)
Entrevista a Ernest Hemingway Entrevista a Ernest Hemingway Entrevista a Ernest Hemingway Entrevista a Ernest Hemingway Entrevista a Ernest Hemingway Entrevista a Ernest HemingwayEl escritor americano Ernest Hemingway (1889-1961) empezó su carrera como periodista durante la l Guerra Mundial. Permaneció en Europa tras la guerra y su primera novela, Fiesta (The Sun Also Rises, 1926) trataba de la desolación de los expatriados estadounidenses que vivían en París. La segunda, Adiós a las armas (A Farewell to Arms, 1929), era una historia de amor que transcurría en el frente austro-italiano durante la Primera Guerra Mundial, escenario en el que Hemingway había estado presente. Fue también corresponsal en España y otra novela posterior ¿Por quién doblan las campanas? (For Whom the Bell Tolls, 1940), tenía como fondo la Guerra Civil española. Estas obras estaban protagonizadas por héroes americanos desarraigados que se veían arrastrados a los conflictos morales y políticos de la Europa del siglo XX y hacían alarde de la “elegancia bajo la presión”. Estaban narradas en un estilo directo que prescindía de la puntuación convencional y rehuía la escritura elaborada. En 1945 se fue a vivir a Cuba, donde escribió la novela El viejo y el mar (The Old Man and the Sea, 1952). Fue galardonado con el Nobel de Literatura en 1954. Pasó sus últimos años en Idaho, donde siguió llevando una vida al aire libre y finalmente cayó presa de una enfermedad depresiva que le llevó al suicidio.
Robert Milton Machlin nació en la ciudad de Nueva York en 1924 y tras servir al ejército de Estados Unidos durante la II Guerra Mundial se graduó en la Brown University y en la Sorbona de París. Dio sus primeros pasos en el periodismo como reportero y columnista del Morning Leader de Clifton (Nueva Jersey), y desde 1953 hasta 1955 trabajó para Magazine House. A continuación fue director de la revista People durante un par de años. Desde 1960 hasta el presente ha sido director gerente de Argosy y su director desde 1960 hasta 1975. Ha publicado artículos en New York, The New York Times, Coronet, This Week y Pageant. Fue coautor de Ninth Life (1961), dedicada al prolongado juicio y la ejecución de Chessman. Escribió The Search of Michael Rockefeller (1972), que fue convertida en una película para TV, y también The Private Hell of Hemingway (1962). Es autor además de un par de libros sobre platillos voladores y varias obras de ficción y no ficción. En 1976 recibió el premio especial Mistery Writers.
La última vez que vi a Papá casi me tumba de un papirotazo. Por supuesto, todo fue un malentendido. Aun así, me dio la impresión de que el jefazo sobrestimaba mi influencia sobre Ernest Hemingway, el Gran Padre Blanco de la literatura americana y el mayor escritor de aventuras que jamás haya habido.
—Si tan amigo eres de Hemingway —me dijo el jefazo—, ¿por qué no te pasas por Cuba y le preguntas cómo le va todo?
Sin que me diera tiempo ni a decir “Adiós a las armas”, me encontré a bordo de un avión y en un santiamén me enfrenté a un gigantesco daiquiri en el bar Floridita de La Habana. Aquel daiquiri en particular se llamaba Papa’s Special porque había sido inventado por Hemingway. Contenía un chorlito de lima, un chorrito de zumo de uva, algo de hielo y cuatro onzas de ron. Normalmente, he de meterme alrededor de medio litro de ron en el cuerpo para hacer el necesario acopio de valor para visitar a Papá en su fortaleza, Villa Vigía, en San Francisco de Paula, a unos 30 kilómetros de La Habana.
La situación era como sigue. Uno: Hemingway es el mejor escritor del mundo y la mayor autoridad sobre caza, pesca, ingesta alcohólica y otras viriles ocupaciones. Dos: éste es el año de Hemingway, ya que están en exhibición nada menos que tres nuevas películas sobre obras de Hemingway. Tres: la obra más reciente de Hemingway, El viejo y el mar, es la historia de peces más épica, piscícola, masculínica, que jamás haya sido proyectada en la pantalla.
Ésa era la situación tal y como la veía el jefazo. Desde el punto de vista de Hemingway era un tanto diferente.
Uno: Papá detesta las entrevistas y no las concede excepto cuando le fuerzas la mano. ¿Y quién es el guapo que se atreve a hacer una cosa así?
Dos: A Papá le importan un huevo todas las películas jamás filmadas, incluyendo la obra maestra de Hemingway.
Tres: Papá está enfrascado en este momento en el trabajo más extenso de su vida que, según se rumorea, abarcará entre tres y seis novelas dedicadas en gran medida a la II Guerra Mundial y tiempos posteriores, así que no está de humor para que le interrumpan. Cuando Papá está trabajando no contesta al teléfono. Cuando no está trabajando se pone a veces, cuando le viene en gana, en el supuesto de que quien llama pueda explicarle en español a René, el sirviente que contesta el teléfono, qué demonios quiere. Cuando Papá no está trabajando, prefiere ir tras el marlín blanco, una variedad de pez vela, en el Pilar, su “máquina de pescar” de cuarenta y dos pies de eslora, si es temporada; o cualquier otra cosa que sea lo suficientemente grande y excitante en caso contrario.
Papá es un hombre muy bondadoso. Todo el mundo lo dice y es verdad. Pero Papá es una persona para la que su vida privada dene un valor incalculable. La primera vez que vi a Papá ascendí hasta su porche sin ser invitado mientras él leía el correo y consumía su dosis medicinal vespertina de MacNish. Esto ocurrió antes del famoso accidente de avión en África, en el que se había machacado la espina dorsal, se había reventado el riñon derecho, había sufrido lesiones intestinales y una conmoción cerebral. Fue cuando Papá estaba en magníficas condiciones de salud. Dado que había oído historias sobre cómo el propio maestro había sacado a patadas de su propiedad a más de un periodista, me había fortalecido en la aldea próxima con ayuda de un anestésico local, ron de barrica.
Golpeé el marco de la puerta con autoridad. En el interior de la confortable casa de estilo español resonó un dolorido bramido.
—¿Qué demonios quiere?
Le expliqué mi peregrinación.
—¿Para qué demonios piensa que me he venido a vivir aquí? —preguntó Papá, y sin más dilación respondió a su propia pregunta—: ¡Para alejarme de malnacidos como usted!
Fue entonces donde la carga de ron con la que me había impregnado dio resultados positivos. Mi valor no conocía límites.
—Mire, señor Hemingway —dije con sencilla dignidad—, ya me dio con la puerta en las narices su sirviente esta tarde, luego lo hizo su ama de llaves. He decidido que si alguien tiene que mandarme al carajo, tendrá que ser el jefe en persona o si no… bueno, algo así.
Supongo que fue mi audaz respuesta la que rompió el hielo, ya que me invitó a entrar, a sentarme, a tomar algo, a charlar y a no publicar ni una palabra. Aquello no me era de gran ayuda pero decidí que qué demonios, no tenía ningún sentido volver sediento a casa.
No sé qué diría Papá, pero yo me lo pasé de miedo aquella tarde, bebiendo y charlando. A Papá le gusta beber y le gusta hablar. Un quinto y medio de escocés más tarde habíamos abordado los siguientes temas: mujeres (españolas, francesas, italianas, japonesas y griegas); pescado (trucha, marlín y sierra en escabeche; una especie de caballa); comentaristas deportivos (a él le gusta Jimmy Cannon); boxeadores (Joe Louis); jugadores de béisbol (DiMaggio, ¿quién si no?); vino (valpolicella, orvieto, manzanilla); cerveza (en una ocasión escribió en apoyo de una marca americana) y fútbol estadounidense, entre otras cosas.
Puedo decir que Papá es un experto en todas estas cosas y más. Pero, sorprendentemente, escucha más que habla, y si no se anda uno con ojo, acaba concediéndole una entrevista en vez de obteniéndola.
Cuando llegamos al fútbol, empecé a explicar cómo en mi alma mater, la querida y vieja Brown, el exterior se abría para bloquear al contrario. Papá estaba demostrando cómo los centrales inmovilizaban a los placadores cuando jugaba para Oak Park High, en Illinois. De un modo u otro, ambos acabamos de culo en el suelo, situación en la que nos encontró Mary, la rubia esposa de Hemingway, cuando apareció para anunciar que ya iba siendo hora de que Papá entrara a cenar y de que yo me marchara a casa. Supongo que tenía razón. Me fui a casa y, antes de mi partida, Papá me prometió que la próxima vez me concedería una entrevista de las buenas de verdad.
Después de seis meses me presenté de nuevo en casa de Papá. La revolución iba a toda marcha en Cuba. Aparecí en plena noche con ropa militar de faena, gafas de sol y zapatillas de deporte. Cuando las cosas se tranquilizaron (fue la ocasión en que casi me tumban de un papirotazo), me explicaron que había ciertas cosas que no se hacían en los alrededores de Villa Vigía. Uno no se presentaba sin previo aviso, especialmente si iba calzado con zapatillas que no hacían el menor ruido. Uno no llevaba ropa militar de ningún tipo en ningún lugar de Cuba a menos que estuviera dispuesto a liarse a tiros con uno u otro bando. Y uno no se presentaba esgrimiendo una invitación de hacía cinco años. Con todo, Papá se portó bien conmigo.
Bebimos algo y hablamos de París (Dome, Coupole y los cambios acaecidos desde la guerra); boxeadores (le seguía gustando Louis, pero admiraba también a Ray Robinson); revistas (tenía algunas de sus primeras notas de rechazo de Argosy), y de por qué yo no podía obtener la historia que buscaba. Por mi parte, en aquel momento estaba interesado en la colección de armas de Hemingway.
—En primer lugar, no colecciono armas. Tengo algunas armas con las que me gusta disparar. Adoro mi Springfield 30-06, pero no es buena idea tener armas en casa en tiempos como los que corren.
Por lo que pude deducir, ni siquiera era buena idea hablar demasiado de ellas.
Papá no tenía buen aspecto. Había ganado algunos kilos y sólo bebía un poco de vino ligero. Tenía una señora panza. Desde que tuvo el accidente, Papá se va normalmente a la cama a eso de las diez. Una muestra de su bondad es que parece incapaz de echar a la calle a un huésped una vez establecida una relación agradable a base de bebida y conversación. Pero su esposa Mary hace las veces de cancerbero y conciencia. A las nueve y media se aclaró la garganta y a las nueve treinta y cinco ya estaba yo despidiéndome y encaminándome hacia la puerta, con la promesa de que la próxima vez, y esta vez iba en serio, obtendría una historia como Dios manda.
En mi tercer asalto con Papá, descubrí ciertas cosas. Papá jamás rompe las promesas que les hace a sus amigos, e incluso a sus conocidos, pero no está dispuesto a alterar su programa de trabajo por nada del mundo. Desde casi el alba hasta al menos la una y media de la mañana, Hemingway escribe en una torre blanca (¡palabra!) que corona Villa Vigía y que probablemente sea la causa de su nombre. Desde ella hay una asombrosa vista de La Habana y sus alrededores.
Después de tres días de intentarlo, conseguí ponerme en contacto con Papá por teléfono. Me dijo que estaría encantado de verme pero que en ese momento no tenía tiempo para hablar. Me llamaría cuando estuviera listo.
Un día después, más o menos, había perdido 150 dólares en una desquiciante partida de blachjack en el casino del Hotel Riviera, donde me hospedaba, y esperaba impaciente que sonara el teléfono.
El tiempo corría. Me estrujé el cerebro en busca de un cebo que pudiera enganchar a Papá antes de que se me acabara el dinero para gastos y me viera obligado a regresar a casa trabajando a bordo de un barco bananero. Busqué a todos los viejos amigos de Papá. Fui a Cojimar, la aldea de pescadores donde amarra su barco, y hablé con los pescadores que le conocían. Hablé con su barquero, Gregorio Fuentes, un canario que celebraba sus veinte años como capitán del Pilar. Hablé con Elicio Argüelles, deportista y millonario cubano que es el principal colega de pesca de Papá, junto con el primo de Argüelles, Mayito Menocal, otro deportista y millonario cubano. Descubrí que casi todos los amigos de Papá son cubanos y que ninguno de ellos, en la medida en que pude descubrir, es escritor ni está relacionado ni de lejos con las artes. Además de ser escritor y un gran lector, Papá es uno de los menos artísticos bastardos que imaginarse pueda, al menos visto desde fuera.
Finalmente, y casi por accidente, di con ello. Le estaba leyendo a Papá por teléfono un fragmento sobre El viejo y el mar que venía impreso en un panfleto de la Warner Brothers que casualmente llevaba encima. El texto hacía referencia a Argüelles de un modo un tanto ambiguo, cosa que hice notar a Papá. Comenté que tenía otros papeles publicados por la gente del cine y que, ¿quién sabe?, tal vez fueran también equívocos, si no totalmente inexactos. Papá se tragó el anzuelo como un pez espada miope.
—¡Quiero verle aquí a las seis y media! ¡Y traiga esos papeles de la Warner consigo! —rugió.
A las seis y veinticinco, el fotógrafo cubano Tony Ortega y yo llegamos ante la cancela pintada de blanco de Papá. Había un enorme cartel: NO SE ADMITEN VISITAS SIN CITA PREVIA. Por primera vez la tenía.
Percibí un nuevo ornamento en la parte superior del portón principal de Papá que no estaba allí en mi anterior visita. Alrededor de cinco hileras de alambre de púas coronaban la verja que rodeaba los quince acres de la propiedad de Hemingway y la puerta de entrada. Le pregunté al viejo que se encargaba de vigilar la puerta a qué venía aquello. ¿Rebeldes?
—Ladrones de mangos. —Sonrió mostrándonos sus encías desdentadas. ¿Ladrones de mangos? Eso fue todo lo que pude sacarle al anciano. Ya había oscurecido. Recorrimos la carretera sin iluminación en medio de una serenata de cacareos de gallinas, ladridos de perros, gruñidos de cerdos y llantos infantiles, que surgía de las casas que había junto a la propiedad de Papá, a nuestra derecha. Por encima de todo se escuchaba el palpitar de un danzón a todo volumen. Procedía de la máquina de discos del bar de la ciudad, que estaba a un cuarto de milla de distancia.
Papá nos recibió en la puerta. Se mostró amable pero tenso. Para empezar, el fotógrafo le ponía nervioso. Le prometí que no tomaríamos ninguna foto, pero Tony le rogó que le permitiera tomarle una a título puramente personal, para conservarla él. Papá dijo:
—Antes le permitiría que me diera un puñetazo en la nariz —pero posó.
Jamás había visto antes a un hombre tan asustado ante una cámara. Se quedó paralizado.
—Ustedes siempre empeñados en conseguir que haga el ridículo. ¿Qué intenta hacer? —le preguntó a Tony — ¿Pillarme con la boca abierta? Hoy es domingo. Estoy intentando tomármelo con calma. No soy un artista de cine. Guarde esa cámara.
Estaba aterrorizado. ¡Había descubierto la única cosa a la que Papá le tenía miedo! Le dije a Tony que guardara la Rollei.
—Miren, es domingo, no dispongo de mucho tiempo para relajarme. Si quieren charlar con tranquilidad, adelante. En caso contrario… —Desechó el tema—. ¿Quieren beber algo?
Yo acepté un escocés. Él me tendió la botella para que me sirviera yo mismo y me miró con ojo crítico mientras lo hacía.
—Ha perdido peso, ¿verdad?
Ya me había dado cuenta anteriormente de que tenía una memoria fenomenal. Recordaba hasta los menores detalles de la reunión que habíamos tenido cinco años atrás. Se puso en pie. Llevaba puesta una guayabera cubana sin mangas, una especie de camisa deportiva plisada que se lleva por fuera del pantalón, y los pantalones cortos de estilo inglés que usa habitualmente en casa y a bordo de su barco. A los pantalones les sobraban al menos quince centímetros en la cintura. Se desabrochó el cinturón y palmeó el lugar donde solía estar su panza la última vez que le había visto.
—Yo también he perdido algo. Ya sólo peso ciento tres kilos. Es un peso apropiado para mí.
Volvió a mirarme. Incluso con quince kilos de menos, no soy exactamente un peso ligero.
—¿Hace ejercicio? —me preguntó.
Reconocí que corría para alcanzar el metro con cierta regularidad, pero que eso era todo.
—Eso no sirve de nada. Hay que hacer ejercicio con regularidad. Hay que andarse con ojo con los ataques al corazón y esas cosas. —Volvió a palmearse el estómago—. Yo nado ochocientos ochenta metros todos los días en la piscina.
Sentándose, empezó a hojear los papeles de la Warner que le había traído, leyéndolos intensa y rápidamente mientras yo ojeaba el salón de unos quince metros de longitud.
En las paredes había todo tipo de trofeos, incluyendo un gigantesco búfalo y multitud de esbeltos ciervos y antílopes. Había también carteles de corridas de toros y, en una de las paredes, una cesta de jai-alai. El suelo estaba cubierto de pared a pared por una estera tahitiana de paja. La habitación estaba confortablemente amueblada con anticuados sillones tapizados y algunas sillas cubanas de mimbre y madera. Entre dos de los sillones estaba el bar, surtido con licores variados y algo de vino.
Hemingway bufó al leer un texto que afirmaba que le había entregado una copa a Batista.
—¡Y una mierda! ¡No he visto a ese hombre en mi vida! —por lo demás, pareció satisfecho. No obstante, no mostró la menor inclinación a hablar de El viejo y el mar.
—Muchacho, no quiero comentar nada de la película hasta que hable con Hayward (Leían Hayward, el productor). Es como lo del mago que intenta aserrar a una mujer por la mitad. No le dice al público cómo se hace antes de hacerlo, ¿no es así?
Comprendí que en la película había algo que le molestaba, pero que no estaba dispuesto a decirme qué era. Sí dijo que en general le gustaba y que era fiel al libro. Según los informes publicados, había obtenido 250.000 dólares por los derechos cinematográficos de la obra ganadora del premio Nobel, además de una participación de un treinta y tres por ciento en los beneficios, que se repartían a partes iguales él, la estrella de la película, Tracy, y el productor. Es lo máximo que ha obtenido jamás por unos derechos de filmación y es la única película en la que ha aceptado un porcentaje.
De algún modo, Hemingway siempre había salido mal parado en los acuerdos cinematográficos. Por Tener o no tener (To Have and Have Not), que se estaba rodando en contra de sus deseos por tercera vez, obtuvo tan sólo 10.000 dólares. Por París era una fiesta (The Sun Also Rises) no recibió nada. Forajidos (Killers), la película que menos desprecia de todas las que se han hecho basadas en sus obras, le dio 37.000 dólares y contenía menos de tres minutos de los diálogos originales.
El viejo y el mar respeta casi al pie de la letra los diálogos de Hemingway, en forma de un texto corrido que subyace a la acción del mayor clásico sobre la pesca del mundo. Es la historia de los tres días de batalla entre Santiago, un viejo pescador cubano, y el mayor pez vela jamás visto y de cómo, tras capturar al pez, el viejo tiene que luchar fútilmente hasta agotarse contra los tiburones, que finalmente le arrebatan su presa.
La acción se desarrolla en la pequeña aldea de pescadores de Cojimar, a pocas millas de la casa de Hemingway. Papá conoce prácticamente a todos los pescadores de la aldea personalmente y por su nombre. Se enorgullece de su familiaridad con los profesionales, que son los únicos con los que le gusta intercambiar historias de pesca.
Cuando se publicó El viejo y el mar hubo todo tipo de especulaciones acerca de quién era el viejo “en realidad”. Algunos dijeron que era un pescador llamado Anselmo, que vivía en Cojimar. Otro habitual de los muelles le contó a los periodistas que el viejo era él.
Hemingway se puso a echar humo. Arrastró al viejo impostor hasta La Terraza, el famoso restaurante de mariscos de Cojimar, y le hizo enfrentarse a un improvisado tribunal formado por sus conciudadanos. El impostor no sólo confesó que no era el viejo, sino que ni siquiera era pescador.
—¿Entonces por qué dijiste que eras el viejo? —preguntó Hemingway.
—Porque me dieron cinco dólares.
Papá dice que todas las especulaciones acerca de la identidad del viejo no son más que estupideces.
—La histora es pura ficción, el conflicto entre un hombre y un pez. El viejo no es nadie en particular. Eso es una estupidez. Mucha gente no ha parado de decir que tal hombre es el viejo y que tal otro es el muchacho. Basura. Escribí esa historia tras treinta años pescando aquí y en otras partes antes. La mayoría de los pescadores de Cojimar han tenido experiencias como ésa. Uno de ellos se pasó dos días peleando con un pez y cuando le encontraron, se había vuelto loco. Eso es aún peor que mi historia. De ser alguien, el viejo sería el padre de Chago, que murió hace cuatro años. Pesqué con él muchas veces.
“Chago” es Santiago Puig padre, un pescador que Hemingway conoció durante sus primeros días en Cuba. Su hijo, que también se llama Chago y es amigo de Hemingway, es un pescador que actuó como figurante y doble ocasional de Spencer Tracy. Le conocimos más tarde y nos contó la historia del encuentro entre Hemingway y su padre, el hombre que, según Papá, “podría ser perfectamente el viejo, de ser éste alguien”.
—Estábamos pescando en el bote de mi padre, el que sale en la película. Me lo compraron por mil cuatrocientos dólares y se lo llevaron a Hollywood. Habíamos cogido un marlín grande y nos estaba costando trabajo sacarlo al bote. Yo era todavía un muchacho (ahora tiene ya cuarenta años corridos). Hemingway vino con su barco y nos ayudó. Después nos preguntó si nos apetecía beber algo. Mi padre dijo que le apetecería un poco de agua, pero Papá le dio una cerveza. Papá preguntó si podía tener el honor de quedarse con la cabeza y la espada del marlín, y mi padre se sintió orgulloso de dársela. Entonces él intentó darle cinco dólares a cambio pero mi padre dijo que tiraría el dinero al mar si Papá no se lo guardaba. Así que Papá se lo guardó y dijo que serían amigos. Pescaron juntos muchas veces después de eso.
El villano de la película es el tiburón, naturalmente. En la vida real, Hemingwy ha sido un enemigo implacable del tiburón. “Creo que es la única cosa que odia de verdad”, dijo de él un amigo.
El primer pez grande que enganchó Papá con su anzuelo, un atún con el que batalló durante horas, le fue arrebatado finalmente por un tiburón. Esa noche Papá apareció con un subfusil que le había comprado al millonario Bill Leeds. Éste se lo había vendido a regañadientes. Desde entonces ha perseguido a los tiburones con ametralladoras, rifles, escopetas y un fusil calibre 22.
—Con el 22, hace falta darles en el cerebro —dice Hemingway—. Hay que conocer el sitio exacto y darles en el momento en que salen a la superficie.
—Y además les acierta.
Papá tiene un invento propio para los tiburones. Es una lanza de madera de unos cuatro metros de largo, con una punta afilada hecha con una hoja templada de la ballesta de un Ford. Siempre lleva dos o tres de ellas a bordo del Pilar.
Forma parte de la historia de la pesca deportiva, por supuesto, que fue el primero en las Bahamas en volver con un atún que no habían tocado los tiburones.
—¡Qué demonios! —exclama—. Traje los dos primeros. Hay que subirlos rápidamente al barco para mantener a los tiburones alejados. Si dejas que se cansen o pierdan movilidad, los tiburones les atacan.
Su amigo Argüelles afirma que Papá capturó ese primer atún en dos horas.
— Estaba pescando descalzo y para cuando hubo terminado todo, tenía los pies cortados y sangrantes de la fuerza que hizo contra el sillón de pesca. — Fue en gran medida una cuestión de fuerza física lo que le permitió a Papá capturar aquellos peces, y además con una caña rígida y poco flexible.
No obstante, debajo del odio de Papá subyace un profundo respeto hacia algunos tiburones. El jaquetón, o dentuso en Cuba, es el primer tiburón que ataca al marlín del viejo en la historia de Hemingway.
—No es un carroñero —dice Papá—. Persigue y alcanza a los peces más grandes del mar. Además, combate con la misma energía que una presa deportiva si le enganchas. —Al hablar de él, Papá llegaba casi a la admiración por aquel campeón de los tiburones. Era algo de lo que le gustaba hablar.
—Los cabezas de martillo y los tigres atacan si están hambrientos o si las aguas están agitadas. Algunos de ellos son peligrosos porque son estúpidos. Un tiburón tigre es capaz de tragarse una lata de aceite si tiene hambre. Se cree que es una tortuga. El mako es un buen pez; da muchísimo trabajo pescarlo. Es capaz de saltar más alto que cualquier marlín. Es una presa muy popular en Nueva Zelanda. Si sale con los muchachos de Cojimar, cuidado al subirlo a bordo. Destroza una gran cantidad de equipo. Muchas veces, después de que le han dado de palos y le han arponeado, vuelve a la vida en el fondo del bote y se lleva por delante un buen bocado de la pierna de alguien.
Las opiniones de Hemingway acerca de los tiburones y otros peces son tan expertas que son respetadas incluso por los ictiólogos de los museos. Uno de ellos le puso una vez su nombre a una tintorera.
—Sólo hay dos tiburones que sean realmente malos. El dentuso y el gran tiburón blanco. Hay gente que se acerca a un marrajo y si no pasa nada dice que los tiburones no son peligrosos. En las películas, los tiburones con los que luchan son todos marrajos. Que lo intenten con un jaquetón… Por eso fue por lo que les costó tanto obtener metraje sobre tiburones para El viejo… Les dije que fueran a Bimini durante la temporada del atún. Es también la temporada del jaquetón. Pero se dedicaron a perder el tiempo hasta que fue demasiado tarde y cuando llegaron a Nassau ya no había ninguno.
Pude ver cómo parte de los beneficios de Papá desaparecían igual que un bocado de carne de atún. Empezó a pensar en otra cosa. Una de las partidas más caras en la producción de la película (que costó más del doble del presupuesto original de 2.000.000 de dólares) fue un viaje de 100.000 dólares. Hayward le envió a Cabo Blanco en Perú, en busca del gran marlín.
—Al principio, nada más empezar la película, conseguimos un metraje fantástico, pero hubo que tirarlo a la basura porque estaba rodado en cinemascope y decidieron no hacer la película en ese formato.
“Después teníamos imágenes rodadas por Fred Glasell. Eran estupendas, y además del marlín más grande jamás capturado, un récord mundial. Le dije a Hayward que nos sería imposible obtener nada mejor, pero nos pidió que lo intentáramos a pesar de todo. El marlín más grande jamás capturado medía casi cinco metros y pesaba unos setecientos cincuenta kilos, pero Hollywood quería uno de seis metros.”
Hemingway viajó a Perú en compañía de Gregorio, su barco y Argüelles. Mary, su esposa, también fue con ellos.
— Estuvimos pescando durante veintitrés días sin que picara ni una sola vez. En cualquier caso, aquello no tenía la menor gracia, ya que para simular el sedal de mano de la película teníamos que usar sedales tan pesados que aunque hubiéramos pescado alguno no habría servido de nada. Argüelles cogió uno de cuatrocientos cincuenta kilos en dos horas usando el sedal pesado. Finalmente, capturamos tres o cuatro de los grandes y los enviamos de vuelta a La Habana, pero no eran suficientemente grandes. Y no saltaban ni una sola vez. Había tres barcos trabajando y aquello costaba una fortuna. Ofrecí quedarme en uno de los barcos con una cámara, pero a esas alturas ya habíamos decidido olvidarnos de la película por un tiempo. Al final acabaron usando el metraje de Glasell. Gregorio se había sentido humillado. Estaba convencido que habría conseguido pescar uno de tamaño récord si le hubieran dado suficiente tiempo.
Me serví otro escocés y le tendí la botella a Papá. La rechazó con un gesto de la mano.
—Seguiré bebiendo mucho después de que se hayan marchado. —Aferró el escocés con lima que bebía cuidadosamente—. Sólo bebo dos por noche y tengo que hacer que me duren.
Le dije que había estado tomando “Papa Specials” con un amigo suyo la noche anterior. Habíamos estado comprobando nuestras respectivas capacidades. Papá pareció interesado y un tanto añorante de los viejos tiempos.
—¿Rompió usted mi récord?
— ¿En cuántos estaba?
—En quince.
—¡Quince! —yo me había cogido una buena curda con sólo cuatro—. ¿En cuánto tiempo?
—Bueno, desde alrededor de las diez y media de la mañana hasta la siete de la tarde. Guillermo (un famoso jugador de jai-alai) entró en el Floridita. Estaba decaído. Acababa de perder un partido por treinta a dieciséis. Yo le dije: “Anímate, hombre, vamos a tomar algo”. Empezamos a beber tranquilamente. No se trataba de una competición, pero a las siete aún estábamos allí. Después yo me fui a casa y me puse a trabajar. Sé que bebí quince por la factura que firmé.
—¿Dice que trabajó?
—Espere un minuto. No, no trabajé. Me puse a leer. —Empezó a echar cálculos. ¿Cuánto alcohol llevaba eso? Veamos…, un especial lleva cuatro onzas…
Yo ya lo había calculado.
—Sesenta onzas. ¡Más de dos quintos!
—Por supuesto, bebíamos de pie. Así se puede beber más. Supongo que debimos comer algunos saladitos y alguna cosa más. Hay que picar algo.
—¿Qué hay de Vasco Da Gama, el que está allí? ¿Le molesta? —Me refería al busto de bronce de Hemingway que tienen en el rincón de Papá en el Floridita.
— Ya no voy por allí casi nunca. Estos malnacidos no te dejan beber en paz. Ya no tengo intimidad. Mucha gente cree que la estatua es del señor Constante (el propietario). El señor Constante la hizo fundir aquí, en un lugar carretera abajo.Dio un pequeño sorbo a su escocés con lima. En los viejos tiempos solía navegar en su barco por botellas. Dos de Fundador al Norte y una de Bacardi al Este.
Le pregunté si le gustaría viajar a Rusia como corresponsal de Argosy.
—Ya me lo han pedido alrededor de tres veces, como un intercambio, sea eso lo que sea. También me lo ha pedido el Departamento de Estado. ¿Qué demonios iba yo a hacer allí? ¿Posar para fotografías? ¿Firmar autógrafos y pronunciar un montón de malditos discursos? Desconozco el idioma. Es imposible averiguar nada si no se conoce el idioma. No tengo problema allá donde se hable francés, italiano, español o swahili. Pero eso es todo.
Mary entró en la habitación, luciendo unos pulcros pantalones cortos blancos con un estampado pequeño, que realzaban sus bronceadas piernas.
—La he visto en el cine —le dije, refiriéndome al instante en que aparece al final de El viejo y el mar.
—Oh, eso fue una bobada —dijo distraídamente. Se volvió hacia Papá—. Miss Puss ha desaparecido. No la he visto desde hace horas.
Hemingway pareció ponerse en tensión, pero tranquilizó a su esposa.
—No te preocupes, ya aparecerá.
Ella se retiró de nuevo a la parte trasera de la casa, pero tras su partida Papá parecía nervioso. Se levantó y escuchó los sonidos de la noche. Sólo se distinguía un insistente batir de tambores.
Pensé para mis adentros “los nativos están inquietos”, pero comprendí que no era más que la distante reverberación de la máquina de discos en San Francisco de Paula.
Inquirí acerca del alambre de espino recién puesto y Papá me miró con expresión irritada.
—¿Ladrones de mangos? —pregunté con toda inocencia.
Él asintió sin prestarme atención mientras escuchaba aún los ruidos de la noche.
—Podría ser.
Se oyó un sonido en la oscuridad, como un bebé llorando. Papá sonrió y se relajó.
—Ha vuelto. Miss Puss ha vuelto —dijo. Comprendí que lo que le había puesto tan nervioso era un gato desaparecido. Hay gatos por todas partes en Villa Vigía.
—No son más que gatos callejeros, pero los adoramos —había dicho su esposa. Mary volvió a entrar y me dirigió una mirada significativa. Capté su mensaje.
—Hágame saber si le interesa una historia sobre la cuchareta y los tiburones. Es una buena historia y aún no la ha escrito nadie —dijo Papá.
Le dije que lo haría y partimos hacia la oscuridad y su batir de tambores.Fuente: “Las grandes entrevistas de la historia”.
Editor y compilador: Christopher Silvester
Editorial: Santillana-Aguilar