110 años de Ernest Hemingway

Figura clave de la literatura moderna norteamericana, Hemingway se destaca por “la perfección vigorosa de su estilo” con diálogos claros y breves. Obsesionado por la forma de escribir, es, principalmente, un artífice de la prosa. Y, sobre todo, un artista con la capacidad de saber contar, de narrar historias emocionantes que despiertan el interés de todo el mundo.

 


Ernest Miller Hemingway nació el 21 de julio de 1899 en Oak Park, una población pequeña próxima a Chicago (Illinois, EE.UU.). Tercer hijo de una pareja compuesta por un médico muy amante de la naturaleza —ya en su primera niñez le enseñó a nadar, cazar y pescar— y una madre que había estudiado música y que le hizo interesarse por el arte musical. Multifacético, estudió en la High School de esa ciudad entre 1913 y 1917, y se destacó tanto por sus habilidades artísticas —aprendió a tocar el violonchelo y formó parte de la orquesta—, deportivas— era capitán del equipo de waterpolo, jugaba rugby y también practicaba boxeo, y peleaba con sus compañeros en los descampados— como por sus aficiones literarias, mostró sus aptitudes literarias en el diario escolar, usando el alias Ring Lardner, Jr. Al culminar sus estudios, en 1917, se trasladó a Kansas y en octubre de 1917 comenzó a trabajar de reportero en el Kansas City Star.   

Primer viaje a Europa   


Sin embargo, trabajó poco  tiempo  en El Kansas City Star, porque en 1918 fue a participar de los últimos meses de la Primera Guerra Mundial tras enrolarse como voluntario en la Cruz Roja para conducir ambulancias en Italia, hasta que el 8 de julio fue herido de gravedad en el norte de Italia. Debido a una acción heroica, ganó el reconocimiento del Gobierno italiano con la Medalla de Plata al Valor. Durante su recuperación en el hospital de Milán se enamoró de una joven enfermera norteamericana, Agnes Hanna von Kurowsky, con la que hasta pensó en casarse; pero, la boda se frustra. Este episodio de su vida daría origen al personaje de Catherine en Adiós a las armas. Luego de regresar a EE.UU. en enero de 1919, convertido casi en héroe, reemprendió sus actividades periodísticas, y retomó su trabajo como reportero en el Toronto Star y como redactor del mensual Cooperative Commonwealth, a pesar de la oposición de sus padres. El 3 de setiembre de 1920 se casa con Elizabeth Hadley Richardson, 8 años mayor que él; dos años más tarde, se trasladan a París.    
   
Y París era una fiesta 

  
Poco después de la guerra comenzó a trabajar en Europa, lo que le posibilitó recorrer todo el continente, como corresponsal del Toronto Star, hasta que en 1923 se radicó en París. Ni bien llegó a la Ciudad Luz, nació su primer hijo “Bumby”, John Hadley Nicanor Hemingway. Aquí tomó contacto con los escritores exiliados, más conocidos como los de la “generación perdida”: Gertrude Stein, Ezra Pound y F. Scott Fitzgerald, entre otros. Ellos lo animan a escribir. Pero sus comienzos literarios no son nada fáciles; sus primeros libros: Tres cuentos y diez poemas (1923), los relatos de En nuestro tiempo (1924) y la novela Aguas primaverales (1926) tuvieron muy poca repercusión; pero meses después, cuando en octubre de 1926, lanza su segunda novela, Fiesta, ambientada en los sanfermines de Pamplona, el éxito es rotundo.    

A partir de 1927 pasó largas temporadas entre EE.UU y África. Luego, trabajó como corresponsal de guerra en España durante la Guerra Civil española y, después,   también  en la Segunda Guerra Mundial. Más tarde fue reportero del primer Ejército de Estados Unidos.    
   
La consagración 

  
En 1927 se divorcia para casarse, enseguida, con Pauline Pfeiffer, y publica otro volumen de cuentos, Hombres sin mujeres. En 1928 vuelve a Estados Unidos y se instala en Key West. En los años siguientes vivió en varios países de Europa, aunque cada vez se siente más fascinado por España; de esta época datan su mejor novela, muy autobiográfica por cierto, Adiós a la armas (1929), el reportaje taurino Muerte en la tarde (1932) y de los cuentos Ganancias de nada (1933). Más adelante comienza con el ciclo africano con sus cacerías en el África Oriental inglesa, y los libros inspirados en sus experiencias en estos safaris: Verdes colinas de África (1935), Las nieves del Kilimanjaro (1936) y La vida corta y feliz de Francis Macomber (1936). En 1937, mientras estaba en España como corresponsal de guerra, publicó en Estados Unidos otra novela, Tener o no tener, y más tarde la Guerra Civil española aparece reflejada en una obra de teatro: La quinta columna, (1938) y en la famosa novela Por quién doblan las campanas (1940).   
   
Los premios 

  
Hemingway se divorció, por segunda vez, y se casó, de nuevo; ahora con Martha Gelhorn, de la que también se divorció, en 1945, después de haber sido corresponsal en la Segunda Guerra Mundial. En 1946 se casa  con Mary Welsh, su última esposa. Al otro lado del río y entre los árboles (1950) fue una novela que no llenó las expectativas, al menos no tuvo el brillo de sus obras anteriores. Pero, en 1952, deslumbra con su excepcional obra: El viejo y el mar, con la cual obtuvo no solo el premio Pulitzer, en 1953, sino también el Nobel, al año siguiente.    

El ocaso   


Reanuda sus viajes, pero su vida llena de aventuras —plasmada en sus obras, y que varias veces casi lo llevaron a la muerte —como cuando en la Guerra Civil española estallaron bombas en la habitación de su hotel o durante la Segunda Guerra Mundial al chocar con un taxi durante los apagones de guerra, y la última, en 1954, cuando su avión se estrelló en África— le pasa la factura. Tras varias internaciones en clínicas, el 2 de julio de 1961, acosado por sus fantasmas, la depresión y, por último, el alzheimer, quizá el peor de los fantasmas para un escritor, se suicidó con un disparo de escopeta. Tal vez no quiso explicar al mundo el motivo de su decisión o quizá pensó que en sus obras ya lo había dado  todo, por eso se fue sin dejar una nota de despedida. O  esta forma de morir representaba para él su victoria.     

Estilo   


Hemingway era un aventurero que amaba vivir la violencia; poseía un carácter fuerte que sólo le permitía encontrarse a sí mismo en su lucha contra la adversidad. Era un hombre en una eterna búsqueda por entrarse a sí mismo. Por esa razón, la mayoría de sus vivencias están plasmadas en sus obras; especialmente, sus momentos heroicos: las guerras serían una de sus fuentes de inspiración y tal vez la traducción de su propia “lucha interna”. Maestro invalorable, en Hemingway se da la combinación perfecta de saber trasmitir la emoción de las aparentes nimiedades cotidianas y la mitificación de los pequeños sucesos. Su vocación de periodista le dio la capacidad de saber transmitir esos pequeños sucesos diarios con el menor número posible de palabras. Seguidor de la línea de los grandes realistas americanos, se nota en él la influencia de Mark Twain y de Stephen Crane, aunque la influencia de Gertrud Stein sería clave en el proceso de la formación de su estilo. En sus obras no hay lugar para sentimentalismos ni  ningún dilema amoroso, sino tal como en las tragedias griegas, se da una extraña confrontación del héroe con la acción, la lucha contra el destino inexorable. Así, por ejemplo, no hay lugar ni tiempo para el afecto en Hombres sin mujeres, como tampoco para su último héroe Santiago, el viejo que pescaba solitario en el mar. Para el escritor, la vida es una ceremonia de intimidad: es también la lección del héroe de Adiós a las armas, Frederick Henry, o de Harry, el protagonista herido de Las nieves del Kilimanjaro; también para Robert Jordan en Por quién doblan las campanas. En esa implacable lucha con el destino, el héroe presenta heridas internas y externas, sabe que es víctima de una extraña amenaza y busca una forma de vencer al destino, pero no siempre lo logra.    


 En sus primeros cuentos ya se puede notar este conflicto: En Nuestro tiempo, de 1924, Hemingway nos conmueve con su búsqueda tenaz de verosimilitud: Nick Adams, es el protagonista de una serie de aventuras que tienen un comienzo feliz, pero terminan en un triste desenlace. Adams, incapaz de sentir afecto, o al menos de demostrarlo, sentado frente al “río de dos corazones” sólo puede dialogar consigo mismo y con la naturaleza. En Fiesta (1926), el escritor ya ha logrado la plenitud de su estilo y nos entrega un relato de un viaje fascinante que abarca París, Madrid, hasta llegar a los momentos de la fiesta de San Fermín. En esta obra está patente el amor de Hemingway por España, sentimiento que se ve reflejado en el ambiente bohemio y seudointelectual que lady Brett reúne a su alrededor, y que junto con Barnes, Cohn o Gordon, son el prototipo de un mundo que ha perdido las ilusiones. El narrador, Jack Barnes, está castrado, y en su apasionante deseo por lady Brett está simbolizada la sensación de impotencia entre deseo y acto que constituye el leitmotiv de la mayoría de las obras de Hemingway. La herida aparece de nuevo, como también el anhelo de vivir, motivos temáticos de la incorporación de un héroe en un destino absurdo, en donde la única salvación es la naturaleza. Las descripciones de los sanfermines y de Pamplona son magistrales. Las corridas de toros tienen para el escritor un sentido casi místico, y que se repiten nuevamente en Muerte en la tarde (1932). Pero sin dudas, su obra maestra Adiós a las armas (1929) es una de las obras cumbres de la novela universal. Desarrollada en Suiza e Italia durante la Primera Guerra Mundial, está centrada en el mayor de un oficial norteamericano, Frederick Hernry, por una enfermera británica, Catherine Barckay. La pareja decide escapar del horror y el absurdo de la guerra a Suiza, y se refugian en las montañas. Desafortunadamente, cuando llegan a destino, ella muere a causa de un parto difícil. Frederick queda solo y pensativo frente al cuerpo de Catherine. “Era como si me despidiera de una estatua. Transcurrió un momento, salí y abandoné el hospital. Y volví al hotel bajo la lluvia”. Todos los detalles de la guerra quedan brutalmente descriptos y con un sentido bien patético. El estilo de Hemingway llega a la apoteosis. El mismo inicio de la obra tiene el encanto de una sinfonía. “Aquel año, al final del verano vivíamos en una casa de un pueblo que, más allá del río y de la llanura miraba a las montañas. En el lecho del río había piedras y guijarros, blancos bajo el sol, y el agua era clara y fluía, rápida y azul, por la corriente”. Pero, es imposible huir del destino, no se puede dejar la guerra y  con el amor. No hay salvación. Ni en la naturaleza. A pesar de que “El invierno era muy hermoso y éramos muy felices”.    

Ningún hombre es una isla  


El país que él amaba aparece como protagonista en Por quién doblan las campanas (1940). En esta obra se completa la visión que tiene de ella en otras obras. El título es de un conocido poema del autor inglés John Donne, en el que advierte que no tenemos que preguntar cuando escuchamos los tañidos de las campanas por quién lo hacen, porque, en realidad, están tañendo por nosotros. Cuando Hemingway utiliza la frase “Ningún hombre es una isla”, pretende unir amor y muerte. Su protagonista, por fin, se puede permitir sentir, pero… si en la guerra hay amor... también hay muerte. Robert Jordan es un americano que está en España y se enamora de María. El tiempo de la novela es de tres días, en los cuales Jordan saca a relucir una heroicidad que tenía bien oculta. Su actitud ante la muerte es metafísica; no le teme a la muerte, la considera nada y la enfrenta, pero no la vence. Al menos, no como él quisiera.   

Amante de las aventuras, de la caza y la pesca, los safaris en el África fueron una enorme fuente de inspiración para Hemingway. Así Las nieves del Kilimanjaro (1936) es uno de los relatos más bellos de toda la obra de nuestro autor. Su protagonista, un escritor, Harry, está agonizando en las faldas del Kilimanjaro (La casa de Dios). En su agonía, en un genial juego de flash back, le surgen innumerables recuerdos; entre ellos, que asciende las cumbres nevadas. El tema de la caza se repite en Las verdes colinas de África (1936) y se une con la búsqueda real de la eternidad. En la mente del escritor herido, confluyen miles de recuerdos. Y he aquí que asistimos a la conversión de lo cotidiano en lo mítico: Harry está herido; Frederick, también; lo mismo que Robert Jordan o Jack Barnes o Nick Adams. Y surgen las preguntas sin respuestas, existencialistas, frustrantes, y que al hacernos cuestionar nos hace añorar el paraíso perdido. Pero recién en El viejo y el mar (1952)  la genialidad de Hemingway es tangible. En esta obra podemos ver de una forma más condensada, una parábola del individualismo que extrae de su derrota ante las fuerzas de la naturaleza, del destino, la íntima convicción de que su esfuerzo denodado y su negativa a darse por vencido a pesar de todo, constituye una victoria. Si un hombre lucha hasta el último límite de sus fuerzas, nunca podrá considerarse derrotado “porque el hombre puede ser destruido, pero no derrotado”.   

Santiago es el símbolo del esfuerzo humano por sobrevivir; se nos muestra casi como una figura religiosa. Vive errante en su sueño de subsistir y triunfar, es el “héroe solitario” por antonomasia. Es el hombre de hoy y de siempre. Y en su conducta, se ve otra de las pasiones de Hemingway: su amor a la naturaleza. “Ahora sabía que estaba firmemente derrotado y sin remedio. Volvió a popa y halló que el cabo roto de la caña encajaba bastante bien en la cabeza del timón para poder gobernar. Se ajustó el saco a los hombros y puso el bote sobre su derrota. Navegó ahora livianamente y no tenía pensamientos de ninguna clase. Ahora estaba más allá de todo y gobernó el bote para llegar a puerto lo mejor y más inteligentemente posible”.   


El final de El viejo y el mar tiene reminiscencias de crítica social. Los turistas representan a los que no saben comprender la humildad aunque sean testigos impasibles de la destrucción de los humildes: “Esta tarde había una partida de turistas en la Terraza, y mirando hacia abajo, al agua, entre las latas de cerveza vacías y las picúas muertas, una mujer vio un gran espinazo blanco con una inmensa cola que se alzaba y balanceaba con la marea mientras el viento del este levantaba un fuerte y continuo oleaje a la entrada del puerto”.   

La obra concluye así: “Allá arriba junto al camino, en su cabaña, el viejo dormía nuevamente. Todavía dormía de bruces y el muchacho estaba sentado a su lado contemplándolo. El viejo soñaba con los leones marinos”. En este final está patente el deseo de escapar de la realidad por medio del sueño. Como el viejo, Hemingway también buscaba afanosamente algo con qué  redimirse y lo buscó en las guerras, en las aventuras, los peligros, en los viajes, sin encontrarlo.    


La Ciudad Luz en el recuerdo  


En París era una fiesta, su obra póstuma, de 1964, con la descripción magistral de los años de artista adolescente en París nos remite nuevamente al paraíso perdido. En su relato en el que intervienen Gertrude Stein, Ezra Pound y F. Scott Fitzgerald, entre otros, nos da la descripción de aquellos locos años, cuando surge la “generación perdida”. Es asimismo, una “confesión” acerca de las peripecias de la creación literaria, sobre el oficio de escritor, relatada con una humildad conmovedora.   

  
La adversidad, la guerra, la vejez, la muerte, o a veces la propia debilidad, impiden que los héroes de Hemingway —sus alter ego, que tal vez sean solo uno— sean felices y alcancen sus ideales. En reemplazo del triunfo, admitirán resignadamente su derrota, convirtiéndola en un triunfo moral. Tal vez en El viejo y el mar esté la respuesta a esa necesidad de encontrar lo que más necesitamos, y los demás nos han arrebatado, pero que está dentro de nosotros mismos.   


El Hemingway más profundo e imperecedero no está en los relatos de sus penosas aventuras y tampoco en sus personajes simbólicos; su  genialidad  está en su cualidad de ser un maestro de la palabra, del estilo literario, porque supo hacer, precisamente, de la palabra un poderoso instrumento de comunicar belleza, emoción, el riesgo y el desengaño y  la victoria, que, a fin de cuentas, son los condimentos de la vida.

 “El escribir, en el mejor de los casos, es una vida solitaria. Las organizaciones a favor de los escritores palian la soledad del escritor, pero dudo que mejoren su tarea. (…) Pues si realiza su trabajo en solitario y, si es un escritor suficientemente bueno, debe hacer frente a la eternidad, o a la falta de ella, cada día.   

  
“Para un auténtico escritor, cada libro debería ser un nuevo comienzo en el que él intenta de nuevo algo que está más allá del alcance. Siempre debería buscar algo que no se ha hecho nunca o que otros han intentado y han fracasado en el intento. Entonces, a veces, con gran suerte, triunfará.   

  
“ ¡Qué sencillo sería escribir literatura si sólo fuese necesario el escribir de otra forma lo que ha sido bien escrito! Hemos tenido tan buenos escritores en el pasado, que el escritor se ve llevado mucho más allá de donde puede ir, a un nivel en el que nadie puede ayudarle”. (Fragmento del mensaje enviado por Ernest Hemingway a la ceremonia de los Nobel en Estocolmo en 1954).